Los transgénicos ganan pulso. España aumenta un 40% su producción en un año

ARIADNA TRILLAS

El País, 29/04/2008


La crisis alimentaria global puede convertirse en el escenario perfecto. Los transgénicos ganan adeptos en medio de la crisis de los cultivos y en España viven un impulso especial frente al recelo que despiertan en otros países europeos. Los defensores preguntan por qué se limita el cultivo y a la vez se permite la importación, debilitando la competitividad europea. Los detractores alertan: las consecuencias medioambientales pueden ser peligrosas.


Un dato nuevo: la industria de la biotecnología ha sentado en el Consejo de Ministros a uno de sus principales representantes. La doctora en biología Cristina Garmendia, que llevaba las riendas de la empresa Genetrix, presidía, además, la Asociación Española de Bioempresas (ASEBIO). Su nombramiento se produce en tiempos de disensión interna en la UE sobre si debe o no dar luz verde a la patata genéticamente modificada propiedad de BASF, a la que España se ha mostrado favorable. La incorporación de Garmendia coincide además con un llamativo repunte del cultivo del único organismo modificado cuya producción está permitida en España, el maíz transgénico Bt.
La superficie de variedades de maíz genéticamente modificado que se cultivaron en España se disparó un 40% en 2007. Alcanzó las 75.148 hectáreas. La mayoría se cultiva en Aragón (35.860 hectáreas) y Cataluña (23.013 hectáreas) y no es casual. El maíz Bt incorpora un gen insecticida contra la plaga del taladro, que azota en especial zonas húmedas como la cuenca del Ebro. “Este insecto taladra la caña, las hojas, puede estropear el 15% de la cosecha y con el transgénico se evita esa pérdida”, explica Esteban Andrés desde la Asociación General de Productores de Maíz de España. El presidente de los productores, Agustín Mariné, añade que el coste de la semilla es un 10% más caro, pero que el agricultor acaba ahorrando por la cosecha que no se pierde y porque se conserva mejor. “Además, los fabricantes de pienso lo prefieren, porque el transgénico, al no haber sido atacado, no tiene microtoxinas”.
Todas esas supuestas ventajas le han amargado la vida a agricultores como Juli Vergé. Hace una década, este ingeniero agrónomo de 55 años cultivaba 38 hectáreas de maíz ecológico en Bellcaire d’Urgell (Lleida). Con el tiempo, la cifra fue cayendo a 15, a 10, a 2… “He perdido demasiado dinero. Tiro la toalla”, dice, con voz desencantada. A otros agricultores ecológicos de Cataluña, Aragón o Castilla-La Mancha les ha ocurrido algo parecido: sus cosechas han sido víctimas de la contaminación del polen transgénico de plantaciones próximas. “Si mi maíz está contaminado, se desclasifica como ecológico. El único modo de evitar la contaminación es iniciar la siembra, que tocaría en mayo, a finales de junio. Pero retrasarla significa obtener 4.000 kilos de maíz en lugar de 8.000. Son demasiadas pérdidas. En el pueblo somos cuatro gatos, ¿cómo iba a denunciar a mis vecinos?”, relata Vergé.
El Ministerio de Medio Ambiente, Medio Rural y Marino admite que todavía no está en vigor la requerida normativa sobre la coexistencia de cultivos transgénicos y convencionales.
“En todo este debate, debe escucharse la opinión de quienes utilizan los transgénicos. Nadie obliga a nadie a comprarlos”, interviene Jaime Costa, director de Asuntos Regulatorios y Científicos de Monsanto, el gigante de las semillas genéticamente modificadas que se cultivan en España (MON 810). Pero el mercado español no pertenece sólo a esta multinacional. Monsanto ofrece su modificación genética a otras empresas del sector. En España son 10 las que la incorporan a sus variedades y comercializan a partir de ahí sus propios productos: Pioner, Monsanto, Limagrain, Semillas Fitó, Arlesa, Koipesol, KWS, Coop de Pau, Agrar Semillas y Corn Status.
“La libertad de elección es más que dudosa. Hay agricultores que ni siquiera saben que están comprando transgénicos”, asegura Juan Felipe Carrasco, responsable de transgénicos de Greenpeace, contraria a éstos por razones de salud, económicas, medioambientales y de derechos humanos.
“Si fueran tan buenos los transgénicos, la enorme presión de la industria, que ahora está hasta en el Gobierno, y los años que hace desde que el maíz transgénico fue autorizado (1998) lo habrían adoptado muchos más agricultores”, añade Carrasco. Sobre un total de 350.000 hectáreas de maíz que se cultivan en España, la proporción del transgénico ronda el 20%.
Los sindicatos agrarios están divididos al respecto. Asaja se inclina a favor. COAG rechaza de plano los transgénicos. “Casi no se encuentran semillas convencionales. Estamos en contra de la creciente y excesiva dependencia del agricultor de las grandes multinacionales”, dice el portavoz de COAG, Rubén Villanueva. Aduce que si se compran semillas transgénicas a una empresa se le debe comprar también su cadena de productos plaguicidas.
En Europa, siete países han prohibido el cultivo de transgénicos. Francia y Rumania se han sumado a las moratorias de Italia, Hungría, Grecia, Polonia y Austria. La decisión corresponde al Consejo de Ministros comunitario (o a la Comisión Europea, si en el consejo no se da, como en el caso de la patata transgénica, una autorización por mayoría cualificada). Pero cada país puede invocar una cláusula de salvaguarda, justificada con informes científicos. Cuando Francia invocó la suya para suspender el cultivo del maíz más empleado en España esgrimió que la dispersión del polen transgénico puede alcanzar distancias “kilométricas”, de modo que no puede descartarse que una planta transgénica no vaya a contaminar a otra tradicional.
Los grupos contrarios a la modificación genética de alimentos no esconden su “inquietud” por la política que vaya a aplicar el Gobierno. Desde las empresas punteras de un mercado agrobiotecnológico, que el año pasado fue valorado por la firma Cropnosis en 4.400 millones de euros, se critica a sus detractores con el mismo arma de que les acusan éstos: la desinformación.
“Las aplicaciones de la biotecnología a la mejora de las plantas cultivadas son descritas sin tener en cuenta las últimas regulaciones y conocimientos derivados de las estrictas exigencias en la UE, que no permiten la comercialización de productos que representen un riesgo para personas o para el medio ambiente”, dice Isabel García Carneros, secretaria general en funciones de ASEBIO.
Unos y otros sólo coinciden en una paradoja: “En España se cultiva una variedad de maíz, pero se importan de otros países cerca de 10 toneladas de maíz y soja que no han sido autorizados a cultivarse aquí. El 85% de la soja que se consume en la UE está modificada genéticamente”, afirma Carlos Vicente, director de Biotecnología de Monsanto.
¿Qué opina la ministra? Poco antes de asumir sus nuevas responsabilidades, en entrevistas, foros y artículos de opinión, Cristina Garmendia insistía en que “no se ha observado ningún efecto adverso ni sobre personas ni sobre el medio ambiente que sea achacable a los transgénicos”. Y enfatizaba la necesidad de que “el consumidor pueda elegir libremente con una garantía de seguridad”. Por ley, desde hace cuatro años todos los alimentos con más de un 0,9% de ingredientes transgénicos deben llevar una etiqueta que informe de ello.
La declaración de la asociación ASEBIO -que presidía hasta ahora Garmendia– Ciencia, progreso y medio ambiente es más contundente: “Las autoridades de nuestro país deberían facilitar su empleo [de las variedades genéticamente modificadas] sin discriminaciones para que la competitividad de la agricultura de nuestro país no se vea perjudicada” e incidía en la “ausencia de estudios científicos que desaconsejan el empleo” de este tipo de plantas.
Manifiesto contra manifiesto. Una no menos larga lista de académicos, sindicalistas, ecologistas y representantes de organizaciones de consumidores se han adherido a otra declaración, Democracia, precaución y medio ambiente. Este documento cuestiona las mejoras en la calidad de los alimentos que la industria atribuye a los transgénicos, afirma que sus impactos sobre el medio ambiente cada vez están más documentados, advierte de que no contribuyen a aliviar la pobreza ni el hambre en el mundo y concluye que “sólo benefician a las multinacionales que los desarrollan y comercializan”.
“La evolución de la opinión pública es clave, pero todo dependerá de la regulación. A más trabas legales, más tardará en imponerse la tecnología. Pero es cuestión de tiempo”, augura el economista Gonzalo Sanz-Magallón, profesor de la Universidad San Pablo-CEU, para quien los transgénicos pueden beneficiar a agricultores y consumidores en el Tercer Mundo. Y agrega: “La clave está en la voluntad política”.

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